La última costa

Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.

Desde Bassai y el mar de Oliva

Era en aquel viaje por las tierras dormidas de la Arcadia,
para encontrar el templo en donde floreciera la primera sonrisa del capitel de acantos (o de rosas),
allí donde la ausencia adusta del cestillo era un canto de fuego y de cigarras.
Las columnas de piedra sostenían el pájaro y el cielo.
Los pájaros azules, el cielo derribado.
El féretro estival del tiempo destruido. Y todo se perdía y era eterno.
Yo miraba en tus ojos el mundo que era estable y muy viejo, y tú sonabas sólo como la juventud.
Y antes vi el mar, en esas horas solas de la siesta,
cuando el sol enloquece su extensa superficie, y brilla en aire de oro suspendido
esa frescura eterna que hace dioses muy niños los ojos del que mira,
cuando llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas,
y sólo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e inacabable,
y aquel que lo contempla con ojos escondidos, y la mirada ardiente:
el muchacho, con un secreto amor también inacabable de sí mismo,
porque el mundo y la vida se hospedan sólo en él.
Y nadie aún existía que a él le desplazara, ni tu humana hermosura.
Sigue aún el mar, pero no la mirada, ni las velas,
y el templo, con las puertas cerradas, es triste, y es católico.
Alguien me dio un abrazo de adiós definitivo en un andén muy agrio
y en los espejos busco, y araño, y no lo encuentro
a ese que fui, y se murió de mí, y es ya mi inexistencia.
Lo siento más extraño que a mí mismo
cuando tienda a saberme desde mi ceguedad y todo sea el hueco,
y esto es así porque percibo un resto muy breve de su luz todavía.
Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde.

Junto a la mesa se ha quedado solo…

(A Vicente Andrés Estellés)

Junto a la mesa se ha quedado solo,
debajo de las vigas, en penumbra
los muros. Los naranjos arden fuera
de luz, y el mar de velas blancas, suben
encendidos los pinos por el monte.
En la madera del balcón las horas
se detienen, y el mundo se imagina
con el amor que quiere el pecho. Crece
la sala dentro, y el rumor del aire
llega hasta el corazón, como se queda
la soledad del polvo en una rama.
Inclina la cabeza, y en su gesto
nada adivinaría nadie; él
sabe que las tristezas son inútiles
y que es estéril la alegría. Vive
amando, como un loco que creyera
en la tristeza de hoy, o en la alegría
de mañana. La tarde entra en la casa
y apaga la madera del balcón,
su llama roja. Ay, se muere todo,
pasa la luz, la flor, los sentimientos
se marchitan, las fuerzas van perdiéndose.
Los ojos, soñadores, cuando avanzan
los días y envejecen, nada nuevo
quieren. Con lentitud baja aquel hombre,
sale a la puerta de la casa, mira
los campos, las alturas, los primeros
astros del cielo, reconoce el mundo.
Alguien llega del bosque, con su cesta
luminosa de grillos, sus, callados
fuegos de hierba seca. Él conoce
quién es, toca la sombra del gigante,
le sonríe. Y enciende las ventanas,
deja la puerta abierta, le saluda
con dulce voz, y espera a que se aleje.

El porqué de las palabras

No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.
Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna del hombre.
Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.
No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?
En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.
Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.
Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todo son gestos, muertes, son residuos.
Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.